lunes, 3 de agosto de 2015

ESA MUJER.

ESA MUJER. ¿Quién Soy? Soy esa anónima mujer que aún no conoces. Que roza tu piel y se detiene. Se detiene en cada suspiro y lo evapora para que nadie sepa que habita en tu morada. Esa mujer soy yo. Te espera. Te llama. Calla. No se atreve a partir en dos mitades una estrella por temor a quedarse sin luces. Murmura. Mira. Nunca duerme. Está despierta en cada amanecer aguardando tu llegada. Oportuna. Atrevida. Juega a la escondida con la luna y le manda mensajes a los duendes. Esa mujer que hoy aguarda se ha cansado de esperas. De llamadas. De silencios. A esa mujer que aún no conoces se le están muriendo las ganas de encontrarte. .... Descubrió otros pasos que vienen en su búsqueda y le gustó. .

DON TORIBIO SOTERA.

DON TORIBIO SOTERA (Un Ser con luz propia) “Los Mapuches (nombre que significa gente de la tierra) habitaban originariamente en territorio chileno trasladándose al territorio argentino en busca de trabajo”. Don Toribio Sotera llegó al campo de mi abuelo cuando contaba 15, 16 años de edad. No sabemos a ciencia cierta cuántos años tenía, porque a el mismo se le había desdibujado el calendario. No sabía leer ni escribir. Nunca supimos de sus padres y al principio, tampoco de sus hermanos. Llegó una tarde de enero, con un caballo tobiano, con grandes manchas de color oscuro en su pelaje. Lo apodó “manchado”, su fiel compañero y amigo, hasta el momento que comenzó a vivir en el campo. Posteriormente fue parte de mi familia. Portaba únicamente una valija de cartón, color marrón oscuro, muy pocas pertenencias, un mate y un jarro ahumado por el fuego. Mucho tiempo después aparecieron dos sobrinos que gracias a la complacencia de mi abuelo integraron un grupo homogéneo de laburantes, sin distinciones entre ellos, mi padre y mi tío. El que se levantaba primero despertaba a los demás, desayunaban y comenzaban con los trabajos de recorrer el campo, las ventas en el almacén y hasta ayudaban a cuidarnos. De contextura pequeña y con un andar despacito, Don Toribio se ganó el cariño de todos, especialmente de nosotros, los niños, que sabiendo de su complicidad lo decretamos camarada de aventuras. Con solo mirarnos sabíamos de qué estábamos hablando. Cuenta mi madre que don Toribio nos hamacó en sus brazos para hacernos dormir y ante nuestros berrinches, nos apaciguaba cantándonos en su idioma. Otras veces, inventaba la tarea de recorrer los alambrados, seguramente esquivando la fastidiosa labor de atender 3 niños y una madre quejosa… de “que soy sola para todo”, “nadie me ayuda” y los tantos etc. que suelen balbucear las amas de casa en estas circunstancias. Toribio nunca se quejaba. Cuando estaba nervioso o nostálgico, se sentaba en un banco de madera y ataba los hilos que colgaban de sus alpargatas, disimulando tristezas acumuladas, desarraigos no asumidos, soledades ancestrales… Batuque se llamaba su perro. Sabedor de sus estados de ánimos. Junto a “Manchado” integraban un trío perfecto y un círculo cerrado. Si bien se animaron a llamarnos “su familia”, eran inmigrantes de penas, de lugar, de sonrisas, de kilómetros recorridos… Hambre, frío y soledad. Había perdido muchas cosas en su andar, pero Toribio reconocía aquéllas que ganó. Estaba en paz consigo mismo porque se sentía libre. Su filosofía era tomar consejos por las noches con el vino tinto y decidir a la mañana con el agua. Se adaptó fácilmente a las costumbres campestres y cada vez que mi papá lo invitaba para ir al pueblo, se resistía. Sí, se resistía, comenzaba a sudar y gotitas de lluvia caían sobre su rostro. Se rascaba la cabeza y en su lenguaje, hacía saber que era imposible, porque tenía pendientes otros trabajos. Encargaba papel para armar los cigarros, tabaco y ginebra y con la excusa de ayudar a mi madre con los niños, evadía la responsabilidad de trasladarse a lo que imaginaba “una gran ciudad”. Recuerdo que en una oportunidad, lo obligamos a que viaje con nosotros. Pero ese día fue placentero para él, cantaba, se acomodaba la camisa y retorcía el pañuelo del cuello, delatando su nerviosismo. Antes de partir, sacudió sus alpargatas y con un viraje cortito se acomodó en el asiento, como queriendo decir: voy con ustedes… mi familia. Esa actitud nos gustó. Lo dejamos toda la tarde en la casa de su amigo. Regresó feliz, con una sonrisa diferente y un brillo nunca visto en sus ojos. Mis padres cruzaron miradas cómplices que en ese momento, no supimos interpretar. Mas tarde, nuestros amigos nos contaron que Toribio conoció a una muchacha que coincidentemente vivía en un campo vecino. ¡Toribio se enamoró! Cuando el sol jugaba a la escondida, montaba su caballo y desaparecía. Sus sobrinos algo sabían. Callaban. Nada explicaban. Ellos se amigaban con el tinto de las sombras y se embriagan de intrigas. Deseaban imitarlo, pero a pesar de los extensos y permanentes recorridos por otros campos, llegaban con atisbos de desesperanzas y desazón, situación ésta que se desvanecía cuando ellos dialogaban con mi papá y con mi tío. Les hacían comprender que todo llega en su justo momento y que seguramente Dios les tenía reservado una buena moza para conocer pronto. Se conformaban y así esperaban el arribo de Toribio que indudablemente les contaba como se desarrollaba esa relación oculta y misteriosa. Mis hermanos y yo nos quedamos con esa historia inconclusa, porque nos llevaron al pueblo a estudiar. Fuimos creciendo y en este crecer, se aferró aún más nuestro cariño por ese personaje tan transparente y profundo que cautivó nuestro sentir. Papá nos contaba que él nos enviaba saludos y que nos extrañaba, que muchas veces vio lágrimas en sus ojos al preguntar como estábamos, qué hacíamos y a modo de reliquiario envolvía piedritas en tela de arpillera para que no lo olvidemos. El sobrino mayor fue el primero en irse a otros lugares, con el pretexto de formar su propio hogar y en búsqueda de un laburo distinto. Se llamaba Manuel. A Manuel nunca le gustó atender el negocio, solía decir que cortar tela era cosa de mujeres, como así también atender chicos. Muchas veces montaba su caballo y salía al galope, rápido, tan rápido que levantaba polvareda al instante de arrancada. ¡Qué retobado que sos! ¡No pareces pariente mío! Eran las reprimendas de Toribio. Indudablemente estas actitudes eran mensajes claros que demostraban su disconformidad. Evaristo –el sobrino menor- se quedó mucho tiempo en el campo, aunque su relación con Toribio no era muy buena y se tornaba cada vez, más intolerante. Se reconcilió con un amigo apodado “mala junta” y años más tarde partieron juntos rumbo a Chile. Nunca supimos qué fue de ellos… sus sobrinos. Lo principal para toda mi familia fue que Don Toribio se quedase cuidando el campo. Era parte de esa acuarela. Nunca me imaginé ese lugar sin Toribio. En montón de oportunidades, cuando nos quedábamos solos con mi madre nos preguntábamos qué estaría haciendo a esa misma hora nuestro aliado. Cuando llegaba el invierno y el frío traspasaba las sábanas y las paredes, mi padre se preocupaba de llevarle leña, alimentos, kerosene y otros menesteres por si nevaba y las crudezas del tiempo cortaban la comunicación entre el pueblo y el campo. Entendiendo comunicación, la huella comunitaria transitada por los lugareños. Un día, mi tío llegó a casa contando que en el cajón de manzana que hacía las veces de mesa de luz, “nuestro compinche” tenía una foto gastada, grasienta y amarilla. Una foto en la cuál estaba toda la familia comiendo un asado alrededor del fuego y bajo los sauces llorones. Que por las tardecitas prendía una vela cerca de la misma por dos motivos, uno para alumbrar la habitación y otro, para pedirle a su Dios que nos cuide y nos guíe. Esa confesión nos embargó de nostalgia. De congoja. Lloramos de emoción y al unísono rezamos todos a ese Dios, para que proteja a don Toribio. Estas oraciones fueron un ritual cotidiano y una ida y vuelta, porque sabíamos que a esa misma hora, él rezaba por nosotros. Crecimos. Nos fuimos de Sierra Colorada a estudiar. Aún en ese contexto, las noticias llegaban y los regalos iban y venían. Nunca nos olvidamos ni nos olvidaron. Nos gustaba. Nos hacía feliz programar un próximo obsequio y sorprenderlo. Más… nos sorprendimos al enterarnos que a Don Toribio lo visitaba un numeroso grupo de personas de otra religión a la nuestra. A ciencia cierta ignoraban qué religión profesaba. Êsto lo hacía feliz, venían, lo llevaban a otros campos. Cambió las bombachas por pantalones y las alpargatas por zapatos. Permutó soledad por compañía. Campo por pueblo. ¡Aprendió a leer y a escribir! Cuando el tiempo transcurrió, como todo transcurre en la vida, el cartero trajo a casa una carta. ¡Carta de Toribio! Pocas palabras, las suficientes para hacernos saber que nos recordaba con mucho cariño, que nos quería, y que llevaba en sus sentimientos y en su corazón al Señor del Universo. Con otro nombre… con diferente apodo… Pero ese DIOS era de todos. Contaba…además…que su caballo había muerto de “puro viejo nomás”, y como él también estaba viejo y cansado, se trasladaba en tren frotando sus tobillos doloridos a veces por el frío… Me hubiese gustado convertirme en verano para esperarlo con un helado en el andén…

CONFESIONES.

CONFESIONES. Confieso que te amo. Desde la profundidad de mis sentimientos. Incontroladamente. Reflexionando y sin reflexionar. Inconcientemente. Concientemente. Te amo con la violencia del mar enfurecido, Con la brisa indecente de todo amanecer. Con la placidez de una noche de verano. Con la inclemencia de un invierno despiadado. Te amo así. Con la misma imperfección de mis pasiones Que me trasladan a las tuyas De la misma forma… Con igual frenesí. Con delirio y sin quimeras. Sin costumbre de llamarte por tu nombre Sin manía de esperar lo que recibo. Y en ese ir y venir de mis locas emociones Rescato un barco repleto de inquietudes… De sosiego… Las mil formas de amarte y de desearte Brindando por tus sueños y los míos. Desnudos de prejuicios. Vestidos de mágicas caricias Que aplacan los deseos. Se enlazan tus manos En mi cuerpo Y detengo mis esperas sin esperas Para fumar los encuentros con encuentros, En las uniones de fuego que nos sellan este amor… Por èsta y por millones de razones: Te amo…